Entendiendo la gastronomía como una labor de investigación y promoción de las tradiciones culinarias de una región y también como un ejercicio de creatividad, de innovación y de construcción de identidad, nosotros como cocineros y gestores de la soberanía alimentaria y de la gastronomía, elaboramos y compartimos las siguientes reflexiones sobre la planta de coca. Nos interesa y ocupa el uso milenario que ha tenido en Colombia y su potencial como producto agrícola, insumo culinario y artefacto cultural. Creemos firmemente que el sector de la gastronomía, y nosotros como cocineros, tenemos mucho que aportar en la construcción y revaloración de su significado en Colombia; elaborando y difundiendo recetas que usen hoja de coca, harina o subproductos lícitos, organizando cenas y talleres para probar y hablar sobre el potencial gastronómico y nutricional, e incluyéndola como parte importante de nuestras cartas y propuestas de cocina. Partimos de la existencia de la planta y de su uso desde tiempos prehispánicos para fines alimenticios y nutricionales y de que hay cinco regiones en Colombia que por tradición la usan: la Sierra Nevada de Santa Marta en el departamento del Magdalena; la región de Soatá en Boyacá; Tierradentro y el Macizo colombiano en el Cauca; el piedemonte caqueteño en el Huila y Caquetá; la Amazonía colombiana en Putumayo, Caquetá, Amazonas, Guaviare, Vaupés y Guainía. Con excepción de Soatá, en estas regiones la hoja todavía se utiliza en ritos de paso y hace parte de labores cotidianas que ayudan a construir la identidad de estas comunidades. También hace parte de las prácticas de etnias mestizas y afrodescendientes, particularmente en el Cauca, donde el mambeo es común y la planta conserva su función central en la identidad local. Además, fuera de estas cinco áreas históricas, ha sido y sigue siendo usada como una planta ornamental, en remedios caseros, como analgésico natural y como tónico. Sin embargo, el valor de su uso tradicional se vio profundamente afectado debido a la prohibición del cultivo de la hoja de coca y, como consecuencia de ello, a la erradicación y sustitución de cultivos ilícitos. Durante décadas esta ha sido la aproximación a los cultivos de coca, dejándose de lado la exploración de otras alternativas, lo cual ha causado mucho daño en las comunidades cultivadoras. El contexto de esta imposibilidad de cultivar la planta para otros fines (lícitos) y apropiar su significado y valor práctico es la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 de Naciones Unidas, la cual estableció que “las Partes obligarán arrancar de raíz todos los arbustos de coca que crezcan en estado silvestre y destruirán los que se cultiven ilícitamente” (Artículo 26). Más aún, desafiando antiguas tradiciones indígenas, introdujo el artículo 49, en el que se dictamina que la “masticación de hoja de coca quedará prohibida dentro de los 25 años siguientes a la entrada en vigor de la presente Convención”. La Convención de 1961 convirtió una planta sagrada, utilizada en la región Andina desde hace 8.000 años, en una mercancía ilícita que ha estigmatizado y afectado a las comunidades cultivadoras, impidiendo el ejercicio de sus derechos sociales y culturales y el desarrollo de los territorios. El Acuerdo de Paz entre el Gobierno colombiano y las FARC tiene un enfoque del fenómeno de las drogas en Colombia que prioriza el desarrollo humano y busca restablecer los derechos de las comunidades por medio de políticas que busquen “mantener el reconocimiento de los usos ancestrales y tradicionales de la hoja de coca, como parte de la identidad cultural de la comunidad indígena y la posibilidad de la utilización de cultivos de uso lícito, para fines médicos y científicos y otros usos lícitos que se establezcan”. A partir de estos principios se ha avanzado en algunos aspectos de política pública, gracias a la alianza entre el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) y miembros de la comunidad cultivadora de coca de Lerma, población situada en el municipio de Bolívar, en el departamento del Cauca. La comunidad de Lerma situada a tres horas por carretera de Popayán, todavía es recordada por ser uno de los territorios más violentos, como resultado de la bonanza de la coca en la década de los ochenta y un conflicto armado con raíces profundas. Esta memoria contrasta con su aire calmado y fresco, la belleza de sus montañas y la diversidad de la región. En 2017, el Fondo Nacional de Estupefacientes (FNE) otorgó el primer permiso para comprar, transportar y almacenar hoja de coca y transformarla en bienes lícitos, como fertilizantes e ingredientes nutricionales empleados en investigación científica. Según el Observatorio de Drogas de Colombia (reporte del 2018), en el país hay sembradas 169.000 hectáreas de coca. De ellas, 60 hectáreas están en Lerma y solo cinco se cultivan para producir productos derivados de la hoja con fines medicinales, nutricionales y agrícolas, y para proteger los usos tradicionales de la planta. Sin duda, los productores que le han apostado a esta alternativa quieren sentar un precedente social y político basado en la convivencia pacífica, el buen uso de los recursos, y la inclusión y equidad social. En agosto de 2019, cocineros de distintas partes de país hicimos parte de una experiencia con cocineras, cultivadores y líderes de la comunidad de Lerma, en la que se realizaron talleres alrededor de los productos de panadería y pastelería que algunas familias están elaborando a partir de la hoja de coca y la harina que se obtiene de ella. La mayoría de nosotros ya estábamos familiarizados con las potencialidades culinarias de la planta, pero tuvimos la oportunidad de hablar con la comunidad sobre el uso lícito y entendimiento de la planta, además de explorar otros usos de la misma en la cocina, buscando un balance de sabores y de proporciones entre la harina de coca empleada de sus hojas con otros ingredientes, en su mayoría locales. La utilización de la hoja como un poderoso abono natural para el sembrado de vegetales y frutas, y el proceso de compost realizado a partir de las hojas fue un nuevo hallazgo para la mayoría. La creatividad, resiliencia y conciencia de la comunidad de proyectarse en un futuro más prometedor y sostenible es sin duda algo digno de atesorar. Una semilla para cuidar y alimentar. De ahí este Manifiesto.